domingo, 8 de junio de 2014

Mi día en la colimba

Me llamo José Carlos Saavedra , tengo 18 años. Hoy, 5 de octubre de 1988, es el sorteo en cual se decide si tengo que asistir al servicio militar. Toda mi familia está alterada mi madre lleva llorando una semana seguida. Estamos todos sentados en la mesa redonda de la casa de mi tía con mi primo de misma edad esperando que llegue nuestro número. Mi número de documento termina en 874, al cabo de esperar hasta las 8 de la noche me toco un número tan alto que ni recuerdo escucharlo tan sólo con haber oído "novecientos..." Se escucho de fondo el terrible llanto de mi madre y tía, mi padre está completamente preocupado porque no quiere que pase por lo mismo que el paso. A la hora salió el número de mi primo y por suerte a él no le toco ir.

El lunes en el colegio me encontré con mis compañeros, mi mejor amigo Octavio tenía que ir conmigo a la Colimba y por suerte vamos a ir juntos a la fuerzas aéreas. A otros de mis compañeros les tocó ir a la marina que desgraciadamente son 2 años de servicio. Pensamos todas las opciones posibles para poder evitar esto: fingir que teníamos una discapacidad física o mental, una enfermedad o simplemente pedir prórroga, pero los adultos no lo permitieron debido a que pensaban que era irresponsable y lo único que pudimos hacer fue esperar hasta que llegue el día en que partíamos hacia el sur del país para que comience nuestro entrenamiento militar.

Finalmente llego el día en que nos teníamos que subir a un camión a las 5 de la mañana   y luego un tren y viajar sin rumbo hasta llegar a un destino desconocido, o al menos eso me contó un vecino del barrio. Mientras subía al camión pude detectar que había mucha diversidad de cultura, mayormente gente que venía desde el norte del país hacia Buenos Aires para luego partir hacia el sur. Junto con Octavio nos subimos al camión donde viajamos amontonados con otros 25 jóvenes de mi misma edad y me di cuenta que se veían mas aterrorizados que nunca, y supongo que mis expresiones muestran lo mismo.

Después de 9 largas horas llegamos a Bahía Blanca para descargar los alimentos, algunas armas, uniformes, y subirnos todos a un tren que nos dejaba en nuestro destino: Comodoro Rivadavia, Chubut. Ya eran 4 de la tarde cuando el tren emprendió camino y todavía nos quedaban otras 7 horas de viaje. Todos estábamos aún más agotados y asustados por lo que nos quedaba adelante. Durante el viaje fui hablando con con unos chicos de Jujuy y Entre Ríos que estaban preocupados porque hace unos días que no hablaban con su familia; hasta ese momento me había olvidado y ni se me había cruzado por la mente el hecho de que era muy probable que no tuviera como comunicarme con mi familia. Nuestra charla duró un par de horas hasta que decidimos dormirnos para no gastar nuestras fuerzas antes de que empiece la tortura y bastó ni esperar cinco minutos y ya estábamos todos dormidos.

Llegamos a Comodoro Rivadavia a las 11 de la noche aproximadamente, nos despertaron a todos como si fuéramos un grupo de salvajes traídos del más allá que íbamos a ser usados de esclavos. Descargamos los miles de uniformes en bolsas, una cantidad innumerable de armas que espantaron mas de a uno, un par de bolsas de alimentos de la cual nos sentíamos preocupados por su cantidad ya que era muy poco y por último algunos elementos de oficina como máquinas de escribir. Al cabo de las horas, ordenamos cada una de las cosas donde los sargentos nos dijeron y nos ordenaron que nos fuéramos a dormir. Sin vacilar fuimos a una especie de habitación que se encontraba a un lado de la casona principal donde dormían los sargentos, sus familias y algún que otro empleado; el lugar donde dormimos es una amplia habitación fría con una cama una al lado de otra que la separa un “cajón” medio roto donde nos permite guardar nuestras pertenencias y el uniforme. Nos ubicamos en los duros colchones donde tendríamos que dormir los futuros 12 meses y al pasar un segundo no escuché ni un alma, todos se habían dormido.

Me desperté de golpe por el seco y doloroso ruido de un silbato en mi oído, mire el reloj y eran las 5:30 am. Nos dieron exactamente 20 minutos para ponernos nuestros uniformes, comer un trozo de pan, tomar un vaso de leche y dirigirnos al terreno donde comenzarán los entrenamientos. Mientras me vestía lo más rápido posible pude escuchar que tan solo a unos metros de Héctor, un muchacho de Córdoba, no encontraba su zapato y acusaba a otro de nosotros de habérselo robado, por causa del escándalo que hizo Hector, el fue llevado a una casucha lejana para servirle al hijo de unos de los sargentos que todo lo que hacía era pedirle que lo lleve de acá para allá.







Hasta las 5 de la tarde estuvimos en bosque, volvimos destruidos no podíamos caminar a uno de los chicos lo llevamos arrastrando y por eso nos seguían insultando cada vez mas y mas. Llegamos a nuestra nuevo hogar donde pensamos en irnos a dormir de inmediato pero no, todavía faltaba la mitad del dia. No bastó estar ahí ni 5 minutos que ya nos dividieron a todos en diferentes grupos y nos llevaron a hacer más actividades, nos enseñaron actividades de supervivencia, como manejar un arma (a aquellos que no sabían) y nos hicieron hacer más trabajos físicos. Nos tuvieron ahí hasta las 10 de la noche que nos dejaron volver al refugio donde nos duchamos. Comimos un guiso sentados en el piso donde ponían todos los restos de comida, pero no nos quejamos porque por un lado sabíamos que nos iban a castigar y porque teníamos tanta hambre que comíamos cualquier cosa.

Cuando todos terminamos de comer, lavamos nuestros platos y los guardamos en una alacena que teníamos en un rincón de la habitación, nos sacabamos nuestros uniformes, los doblamos y los guardamos en el cajón, nos acostamos en la cama dura como una piedra pero que ahora era cómoda como dormir en una nube, cerramos los ojos y rezamos que los restos de los días que nos quedaban en el infierno fueran lo más leve posible.

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